Una identidad que abre las puertas de la sociedad.

miércoles, 18 de julio de 2007


Recogió nuevamente los interminables papeles y avanzó. Se detuvo frente el quiosco de periódicos y sacó dificultosamente una moneda de su bolsillo para conseguir el último chocolate del mostrador. Sus pasos jóvenes, lentos y cansados no despertaban mayor asombro entre una multitud habitual que pasaba aglomerada, con cara de pobres infelices, secuelas de frustración inexpugnable. O al menos eso creía él. Sus ojos lánguidos no distinguían formas ni colores, por lo que era incapaz de darse cuenta que los rostros de odio lo observaban de reojo y su semblante se tornaba compasivo por aquel muchacho que cargaba tan pesada insignia. Los más recatados lo admiraban perplejos, intentando conservar las facciones del quien seguramente sería un personaje ilustre del mañana. Incluso los más impertérritos sumían su odio indiferente en una envidia resentida hacia la pequeña máquina condicionada que con cada paso escalaba sobre el precipicio en el que medianos y bajos atisbaban un evidente desequilibrio que los haría caer.

Repasaba con la mente la planificación de los quehaceres, presintiendo que debería anteceder un par de horas a sus planes, ya que la extenuación no disminuía. El bus al que acababa de ascender estaba colmado como era frecuente, los pasajeros con disimulo llevaban a cabo sus impresiones reiteradas sobre el chico. Una mujer de unos treinta años fingió dormir, mientras el anciano que estaba a su lado se levantó a penas, apoyado en su bastón.

- siéntate muchacho, pareces abatido.